o rescate de Chino? (segunda parte)
Con Chino atrapado bajo kilos y kilos de su propia pornografía, la chica saludándome por Messenger creyendo que yo era él y el ordenador a mi entera disposición, una sola idea se apoderó de mi mente: avisar a Chino que le hablaban por Messenger y sacarlo —de paso— del aprieto en que se encontraba antes de que algo malo le fuera a ocurrir. Me dirigí al dormitorio inmediatamente, decidido a efectuar el rescate. Pero al cruzar el umbral de la puerta una visión abominable apareció frente a mí: Chino había logrado liberar su otra mano y el pudor no me permite decir lo que estaba haciendo, aunque es bastante fácil de imaginar —y comprensible, por lo demás—, con todo ese material erótico distribuido a su alrededor. Por nada del mundo se me hubiera ocurrido acercarme un solo centímetro más —no fuera a ocurrir algún desaguisado—, así que di media vuelta y volví a la oficina. Además, a juzgar por lo que acababa de ver, Chino parecía haber encontrado la forma de disfrutar de su confinamiento.
Volví a sentarme al ordenador y me disponía a seguir con nuestro proyecto, cuando la chica —la había olvidado— volvió a hablarme (utilizaba el simpático apodo de Dominatrix). Me preguntó qué estaba haciendo y yo le dije que estaba trabajando. Pasó un momento y me volvió a hablar, esta vez para preguntarme si estaba haciendo algo muy importante. Antes de responder, releí el pasaje que acababa de escribir en nuestro proyecto. “Claro que es importante, muy importante”, escribí a la chica. Y pensé para mis adentros: “¿Qué tipo de mujeres almacena Chino en su lista de contactos de Messenger? Tipas muy superficiales, seguramente, incapaces de valorar una verdadera labor de rescate cultural, como lo que estamos haciendo con el abuso de menores en el almacén tradicional de barrio. Tipas que no se merecen a alguien como Chino”. Cerré la ventana de Messenger, pero con tan mala suerte que erré el click y, en vez de desaparecer la chica y su —frívola— conversación, desapareció el —valiosísimo— documento en que estábamos trabajando. Me incliné hacia adelante, preocupado, y al apoyarme en el teclado, apreté sin querer la barra de espacio. Resultado: el —fundamental— documento se cerró sin guardar nada de lo que acababa de escribir.
Lo único que quedó en la pantalla fue la ventana de Dominatrix, quien, a esas alturas, me estaba proponiendo que nos juntáramos a tomar algo. La última frase que había escrito era: “¿En tu casa o en la mía?”. Estuve a punto de ser grosero con la amiga de Chino, pero de pronto me di cuenta de lo prejuicioso que había sido. A juzgar por lo que Chino decía de sus amigas, éstas debían unas diosas de la belleza, delicadas flores del alba, conocedoras, por si fuera poco, de diversos temas, de lo humano y lo divino. Mis ánimos se apaciguaron. “Mira, Dominatrix —escribí—, no ha sido mi intención confundirte, pero la verdad es que yo no soy Chino. Soy Antonio, un amigo de Chino. Él está —dudé un momento— ocupado en este instante, pero le puedo dar tu recado”. Envié el texto. “¡Ah! Así que no eres Chino”, escribió ella. El siguiente mensaje de Dominatrix tardó un poco más (veinte centésimas de segundo más) en llegar: “Pero podemos juntarnos igual, ¿o no?”.
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