Lo que nadie sabía —a excepción de Alberto— es que, muerto o no en Concepción hace quince años, Chino había vuelto a morir dos o tres años después en Talca, sin siquiera enterarse. A partir del escasamente atendido anuncio de Chino, a Alberto le quedó claro que el obeso concejal nunca lo había llegado a saber y que, probablemente, nunca lo sabría. Mientras algunos se levantaban de la mesa en dirección al wurlitzer, Alberto se quedó mirando el fondo del enorme vaso de schop que se alzaba frente a él. Tres recuerdos se le vinieron a la cabeza.
Uno: fiesta en casa de Araminda. Chino acaba de llegar de regreso del corazón de las tinieblas. Está enfermo de la garganta y apenas puede hablar. Es como si Chino obedeciera a un pacto de silencio, como si esperara a entender primero él todo lo vivido en Talca, antes de poder narrarlo a otros. Pero no —Alberto trató de hacer memoria—, no es así. Chino habla hasta por los codos: que las plantaciones de choclo, que los temporeros, que la historia de los fundos en la VII región, que la Reforma Agraria, que el metro de cerveza…
Dos: bus de camino a Talca. Como el mismo Chino lo había hecho hace algunos meses (antes de la fiesta en casa de Araminda), Alberto viaja a Talca por trabajo. No se imagina cómo alguien puede ir allí si no es por obligación o por alguna cita inexcusable o circunstancia extraña parecida al destino (como tener que morir, por ejemplo). Intrigado por recuerdos y pensamientos, Alberto va decidido a observar las cosas con los ojos de Chino. Lo que significa más o menos cuatro cosas: simpatizar con un campesino o nativo de la zona, desear a una plebeya o mujer de la servidumbre, pagar a alguien para que beba una determinada cantidad de alcohol y pelearse con algún tipo enorme (debido a una apuesta, por ejemplo) para finalmente morir.
Tres: (el más difuso y largo de los tres recuerdos) Es de noche. Alberto está a la intemperie junto a un grupo de personas. Las ha conocido ese mismo día y han estado bebiendo. Mira a su alrededor y se percata de que está en un estacionamiento de tierra. A un lado está la carretera que conduce a Talca, al otro, un local nocturno. Una discoteca de provincias es un pésimo lugar para morir, se dice a sí mismo. Por primera vez en la noche se da cuenta de que va a morir.
Lo distrae la voz de una de las personas que vienen con él. Es una voz femenina. Es una chica más joven que él, de unos dieciocho o diecinueve años (Alberto, como Chino, tiene veinticuatro o veinticinco). Entran a la discoteca y la chica que va con Alberto, que le habla y le sonríe, deja su abrigo en la guardarropía. Sólo entonces Alberto se percata de lo bella que es. Va vestida con una minifalda de jeans, un peto color rosa, una pequeña chaquetita (también de jeans) y botas. Una indumentaria rústica pero atractiva, piensa Alberto. Parten todos a la pista de baile. Alberto se queda observando a la chica, quien baila junto con unas amigas. Pasa un tipo cerca y se la queda mirando. Ella baila feliz y distraída. Pasa otro. Y otro. De pronto Alberto se da cuenta de que todos los hombres la miran. La chica se quita la chaqueta, dejando ver un pequeño tatuaje con forma de flor en la parte baja de la espalda. Es un tatuaje grueso y feo, de líneas borrosas e irregulares. Un tatuaje así sólo puede ser obra de un marinero, piensa Alberto. Se imagina que esa frágil muchacha ya debe haber causado la muerte de unos cuantos tipos. Quizá también del marinero que le hizo el tatuaje. Intenta ahuyentar un montón de ideas desagradables que se le vienen a la cabeza, una de ellas: la grácil figura de la chica siendo aplastada y manoseada por uno de los gruesos sujetos que pasan cerca de ella y se la quedan mirando. Otra: los delgados huesos de la chica crujiendo. Por segunda vez en la noche Alberto se percata de que va a morir.
Un rato después Alberto está conversando con dos de los tipos con los que llegó. A uno de ellos no lo conoce en lo absoluto. Le pregunta qué hace y el tipo dice que hizo el servicio militar y que le gustaría seguir esa carrera. Siguen hablando, hasta que el tipo le ofrece a Alberto salir del local a ver el arma que anda trayendo. Incluso puede dejarlo hacer algunos tiros, si quiere. Por tercera y última vez en la noche Alberto piensa que va a morir.
El estruendo de una risa, la risa de Chino, hizo que Alberto volviera en sí, dejando atrás los recuerdos de hace quince años. Para relajarse bebió un trago de cerveza y se puso a pensar en el excelente puesto que acababa de obtener en el Ministerio del Interior.
6/20/2006
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