Es el futuro. Y como es el futuro —todo el mundo lo sabe—, lo más importante es la información. Todo el mundo lleva consigo la información necesaria para vivir, almacenada en pequeños dispositivos portátiles, muy parecidos a los actuales pen-drive. La gente lleva allí fotografías de sus seres queridos, certificados digitales, documentos, direcciones de correo electrónico, etc. El papel impreso ha perdido utilidad y sólo se conserva en tiendas de antigüedades y museos. La gente anda trayendo su vida en el bolsillo.
Desde luego que todo esto resulta muy inseguro. Por eso hay bancos de información, en donde uno arrienda un cierto espacio y respalda su vida. Ellos te cuidan los antecedentes (más que nada para que no los falsifiques tú mismo o mediante algún tipo que esté en el negocio) y actúan como notarios cuando tienes que presentarlos en alguna empresa para obtener un puesto. Pero en los comerciales sólo muestran las fotografías y los árboles genealógicos, y la gente feliz de resguardarlos.
Yo soy Aurelio y trabajo en una gran corporación. En un puesto más bien bajo. Tengo cuarenta años y vivo con mi única hija de ocho, ya que la madre de la niña me dejó. Mi día es extremadamente chato. Me levanto a eso de las seis de la mañana. Mientras camino a la estación del Metro me quedo mirando a los vagabundos que andan por las calles. Son tipos que no tienen ninguna información sobre sí mismos respaldada en ningún banco, ni sobre sus padres ni sobre los padres de sus padres. Casi se podría decir que no existen. En la calle también hay muchos predicadores. Tres me llaman especialmente la atención. Uno, neo-marxista, que se pone en la esquina de mi edificio y que siempre está despotricando contra el sistema informático –así lo llama él—, diciendo que es excluyente y perverso. El otro es de una iglesia con un nombre complicado. Éste dice que el fin del mundo está cerca, que está escrito en la Biblia, en un código secreto que sólo el ordenador más grande y poderoso del mundo podría descifrar. Y el último, para terminar de armar el circo, dice que las computadoras han corrompido al ser humano y que terminarán por tomar el control del planeta. Como les decía, mi día es bastante chato. Luego tomo el Metro, llego al trabajo, me siento en mi cubículo hasta las seis de la tarde y luego hago el camino de vuelta a casa.
Por la noche mi hija me pide que le lea un cuento. Cuando se ha quedado dormida, salgo de la habitación y apago la luz tras de mí. Siempre me pregunto porqué los niños ya no piensan en fantasmas ni en monstruos, ya no sienten temor ni se asustan.
Así es mi día. O así era, hasta que comenzó el gran descalabro. Primero pensaron que eran virus. Después, como todos los mensajes que aparecían se parecían tanto, pensaron que era uno y el mismo virus, que atacaba a todos los ordenadores en masa. Pasada la primera oleada, fue un martes 13, al otro día todo el mundo andaba nervioso. Por la información que se podía perder, desde luego, pero también por el tono de los mensajes que dejaba el supuesto virus. Para que se hagan una idea: eran imágenes y frases como sacadas de una película de terror, salvo que rápidas y difusas. De hecho, al principio no hubo gran pérdida de información.
En efecto, se pensó, los virus forman parte de una gran conspiración para destruir el sistema informático. Pero no. Luego se pensó que se trataba de alguna maniobra para tomar el control del sistema informático. Pero tampoco. Y al fin, mucho, mucho después, se supo: eran las almas de los muertos que volvían, las almas de los que habían existido antes o fuera del sistema informático, tal y como lo decía el código secreto de la Biblia. Yo lo descifré. Lo único que no hicieron fue tomar el control del planeta.
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