8/02/2006

Síndrome Chino
El secreto peor guardado

De tal forma que cuando le llegó su turno en la ridícula dinámica de presentación que había propuesto el profesor, el delgado y moreno joven de melena se puso de pie y dijo su nombre, seguido de un inesperado: “Pero me pueden decir Chino”. Y se quedó parado sonriendo hasta que se dio cuenta de que debía sentarse. Era marzo del año 2000. Las computadoras no se habían vuelto locas, el mundo no se había acabado y la humanidad se hacía a la idea de que tendría que seguir aburriéndose en él, al menos por unos cuantos siglos más. Ese mismo año, lleno de ganas e infundadas esperanzas, Chino comenzaba su primer año de universidad, el primero de doce largos, eternos e inútiles años en la universidad.

Diecinueve años antes, una célula se dividía en dos y luego en cuatro, intentando escapar inútilmente a su infame destino: convertirse en Chino. A los tres meses de gestación Chino ya había adquirido la apariencia que lo acompañaría por el resto de su vida: gordo, lampiño y desproporcionado (salvo durante una pequeña parte de su juventud en la que fue flaco, lampiño y desproporcionado). Sin embargo, algo sucedió durante la cuarta semana de desarrollo del pequeño Chino: debido a causas probablemente genéticas (o a la mala suerte, también de origen genético) el músculo lingual inferior (Lingualis inferior), depresor y retractor de la lengua, no se desarrolló completamente. ¿Consecuencias? El síndrome Rimski-Korsakov.




A los quince años Chino besó a una chica y ella le dijo que se sacara lo que tenía en la boca. Fue la primera vez que el joven Chino se dio cuenta de que había algo raro con su lengua. En efecto, la atrofia de su músculo lingual inferior le impedía mantener a raya su órgano del gusto durante la actividad besatoria, lo que se traducía en una molesta e insistente rigidez del mismo. Serían necesarios cuatro años de sobrenombres y humillaciones para que Chino se diera cuenta que a las mujeres no les gustaba su lengua rígida. Desde ese momento, Chino se propuso llegar a la universidad, un lugar en donde podría comenzar una nueva vida. Antes de entrar, se trató la rigidez de la lengua con una terapia por correspondencia hasta superarla casi por completo. Pero a mitad de primer año, cuando ya todo el mundo le llamaba por el neutro e inofensivo apodo de Chino, cuando todo parecía ir según sus ingenuos planes, un travieso compañero se le acercó durante un recreo y le bajó los pantalones en medio del pasillo lleno de gente, revelando un novedoso e inesperado aspecto morfológico asociado al síndrome. La pesadilla volvía a comenzar. Esta vez la malformación no tenía mucho que ver con la rigidez y sí mucho con la atrofia.

Nota para los estudiosos

El síndrome tuvo dos manifestaciones más, cuyas consecuencias en la vida de Chino no se han estudiado hasta el momento. En primer lugar, una dificultad para pronunciar correctamente la letra “s”, la que dio como resultado un siseo similar a la pronunciación hippie de esa letra. En segundo lugar, se comprobó que cuando se le pedía silbar o tararear una canción cualquiera, Chino siempre repetía (sin darse cuenta y muy mal, por lo demás) la misma melodía: Scheherazade, de Rimski-Korsakov.

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